LOS ÚLTIMOS CORTIJOS

Ruinas de un cortijo. 1989. Óleo sobre cartón. Luis. E. Vallejo.

Los últimos cortijos de la mayoría de los pueblos pasó hace décadas de ser ilustres ruinas a yacimientos arqueológicos donde a lo sumo se conservan algunas estructuras. La tierra los cubre y a veces las palas y retro de los modernos tractores arrasan, cuando no los han hundido antes, con sus enormes unicornios prepotentes, aquellas paredes tan llenas de historia, de vidas y de una época amparada en esas dos estaciones privilegiadas que culminaban con la recogida de la aceituna o la siega del cereal.
Un repelo ilumina la marcha del coche cuando se acerca a la cortijada de Los Borregos, o sigue adelante y se presentan los últimos tejados sin tejas, fachadas sin losas, ventanas con las rejas arrancadas de cuajo de esos otros cortijos o grupos de ellos (haciendas, lagares, etc.) tan unidos a nuestro patrimonio, condenados al diente de la excavadora, hartos sus dueños de un continuo asalto de su esencia.
Entrar hoy día y circular por las paredes de un cortijo desvencijado es surcar un tiempo que aún nos corresponde, que nos ha marcado a los que poseemos medio siglo de historia. Porque aún tintinean en nosotros las cucharadas al son de una mesa donde los comensales saborean un lebrillo de huevos al plato, o el olor del agua cuando resbalaba desde las cantareras al botijo y de éste a nuestra garganta. El olor a higuera,  a establo, a ganado, el vuelo rasante de las suaves golondrinas, mientras esos últimos cuadros que pintamos hace tanto tiempo comienzan a aparecer en el almacén de las viejas obras olvidadas, esos cuadros que hemos pintado desde la delicada planicie de las eras.

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